Del poeta español Gustavo Adolfo
Bécquer
El beso
Gerardo Daniel Mendoza Lamegos
Cuando una parte del ejército francés
se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no
ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas
diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para
cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar
de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener
más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando
a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto.
En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar
el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,
envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y
solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus
armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas
de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos
altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras
abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante
joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando
a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje.
Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un
farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles
oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su
acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo
pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una
plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán?
-contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el
alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los
Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares.
El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o
cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que
recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen
por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de
un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la
casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y
algo es algo.
Interrumpida la conversación en este
punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino
adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra
silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula
ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó
el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo
mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos
del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del
convento estuviera completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el
resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que
inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a
pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues,
que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del
templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa
claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con
gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento
aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y
escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho
cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos
revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba
completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas
los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al
abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos
adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con
un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el
pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas
sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a
lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se
destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el
mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el
oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo,
o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en
toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los
soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe
de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento,
el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar
las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y
temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada
vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven,
estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que
apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando
la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que
el mismo rey José en su palacio de Madrid.
En la época a que se remonta la
relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al
presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran
sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado,
antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés,
que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y
perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o
arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la
vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más
insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos
días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento
estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la
llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de
conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro
incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y
suposiciones.
Como era de esperar, entre los
oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el
sol y a charlar un rato en el
Zocodover, no se hizo platillo de otra
cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo
durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de
una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya
comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a
quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado
para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin
nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un
gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con
vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose
al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de
oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su
encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón
se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la
gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de
costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas
entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban
por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes
rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado,
esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y
el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de
la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven
oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le
dijo con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué
tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el
interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de
mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no
es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor
como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama
llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la
corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió
otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-;
nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí
hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama
una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en
coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo
así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la
historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme
un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en
lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo
un estruendo,horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para
dejarmedespués los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me
cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de
mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie
de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral
con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana
y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y
temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino
a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A
la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del
muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con
expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su
narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante,
aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la
penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores
que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre
el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía
impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones
llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas
líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco
flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un
niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la
adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación,
y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo
desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y
luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por
un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en
el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba
verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de
aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su
camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había
concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le
dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba
seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo
tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin
el capitán después de un momento de pausa-, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan
extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa
carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que
era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de
ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de
los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo
que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin
alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro
de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que
por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro,
sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre,
inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de
místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás
por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que
siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión
del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de
tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí
sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te
pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera
que ya te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el
capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde
llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol,
grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda...
Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no
hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces
pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada
de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de
la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos
-decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto
corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago
en la iglesia en que os alojáis?
-exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche
si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa,
disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes
he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero
Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como
sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los
oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito
de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
Ya hacía largo rato que los pacíficos
habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de
sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la
queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque
de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco
habían ido reuniéndose en el
Zocodover tomaron el camino que
conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados
más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de
conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y
amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que
zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las
veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la
plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les
aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas
palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego
recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las
oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los
convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a
propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes
a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la
mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no
parece sino que estamos en la
Siberia -añadió un tercero
arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el
anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió
dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y
enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes
de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después
que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las
gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe
con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían,
por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo
abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre
hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad
que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los
oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de
su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó
dirigiéndose a los convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor
gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a
la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la
escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio
que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama
de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su
belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al
punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó
involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral
revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las
manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de
una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo
pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó
uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió
otro.
-No hay duda que, aunque no sea más
que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente
para no pegar los ojos en toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella?
-preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía
satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en
mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la
tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un
título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su
nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira
de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la
mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones,
los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión,
procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la
lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían
más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a
trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los
jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los
pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz
canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en
carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con
blasfemias y juramentos. El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin
apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de
la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante
de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una
mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración;
que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con
más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante
aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la
taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba
sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el
único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de
pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero
arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo
por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el
fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con
una salva de aplausos, y elcapitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el
sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre
a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-,
no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario,
te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a
mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no
se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte
botellas... ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los
labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el
resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el
vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno
de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas
bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que
aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del
claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron
que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes
carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas,
continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el
vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!...
¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol
tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente
el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra
hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y
extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando
bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus
camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos
en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis
esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que
por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un
fluido de luz color de rosa?...
¿Queréis más vida?... ¿Queréis más
realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de
los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria,
podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis
labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las -¡Oh!, sí,
seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne
y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria,
podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis
labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes
como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el
cerebro y hacen ver visiones extrañas.
Entonces el beso de esas mujeres
materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con
disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba
un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve...
nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una
mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con
su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me
provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!...
sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los
oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la
vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad
en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras
de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la
estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo.
Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara
deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni
se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada
intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al
inmóvil guerrero levantar la mano yderribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedravenas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores
caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas.
Entonces el beso de esas mujeres
materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con
disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba
un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve...
nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una
mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con
su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me
provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!...
sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los
oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la
vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad
en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras
de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la
estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo.
Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara
deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni
se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada
intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al
inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedra
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