miércoles, 1 de mayo de 2013


NO HAY FUTURO SIN EDUCACIÓN

Lizeth Tapia Vazquez

Si existen dos conceptos íntimamente ligados, ellos son Educación y Futuro. Cuando mejor sea la calidad de la educación, mejor será la calidad del futuro de una sociedad. En el mismo sentido, en esta Sociedad del Conocimiento que plantea el nuevo siglo, sin educación, un pueblo no tiene futuro.
Por eso no es casual que en los discursos preelectorales todas las agrupaciones políticas consideran a la educación como uno de los pilares de su programa de gobierno. Pero la realidad educativa del país habla por sí sola a la hora de establecer el tamaño de la brecha que existe entre lo que se dice antes y lo que se hace después, durante el ejercicio de la función pública.

La organización ciudadana, el respeto (en todas sus facetas), los roles sociales paradigmáticos (papá, mamá, la maestra, amigos), y el sentido de pertenencia e identidad nacional que existían en ese entonces, se fueron diluyendo hasta ingresar los mexicanos en la era de la globalización, tremendamente devaluados en nuestros valores más profundos, sin un proyecto claro y compartido de país, y tan acuciados de problemas que el gobierno considera un logro simplemente el superar los conflictos del día a día.
Como si viviéramos tras los influjos de una especie de doctrina del eterno retorno, los males que nos acucian son siempre los mismos, a punto tal que si tomamos reflexiones de los referentes más reconocidos de nuestra historia, sus conceptos se pueden aplicar a la perfección para estos tiempos.
“La educación es un instrumento que prepara a las personas para resolver los problemas con los que deben enfrentarse. La democracia política es impensable sin un pueblo educado. Sólo a través de la educación puede desarrollarse un pueblo capaz de gobernarse a sí mismo. La instrucción pública es la medida de la civilización. El poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen y la educación no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posea”.

Si convenimos entonces en que la Educación es la llave y la clave para la transformación
social hacia una mejor calidad de vida, para conformar una sociedad mejor
y un país mejor, todo debería confluir y girar en torno a la misma: la legislación vigente, las políticas de Estado, el apoyo de la actividad privada, la consideración de los entes de recaudación impositiva, las estrategias nacionales de actualización y formación continua. Pero nada de eso sucede.
Frente a un escenario mundial en continua transformación y más allá de todo voluntarismo, los docentes se han convertido en analfabetos funcionales que por ende, mal pueden capacitar apropiadamente a los ciudadanos de este nuevo siglo. Se impone por lo tanto un plan estratégico para la jerarquización integral de su rol, de modo que la profesión -desde la escuela infantil en adelante- tenga rango universitario, para que cada educador incorpore en su área de competencias las estrategias, recursos, técnicas, tecnologías, herramientas y herramentales imprescindibles para poder formar adecuadamente a sus estudiantes.
Más allá de las buenas intenciones, que generalmente quedan sólo plasmadas en el papel pero no en los hechos cotidianos, el tema de la educación como eje de la transformación social, política y moral aún no está instalado como prioritario en nuestra sociedad, y sólo a partir de su consideración como tal, podremos atesorar la esperanza de un futuro mejor para nuestro país y sus habitantes. Por ello, si en plena Era del Saber cómo valor agregado, no incorporamos a la Educación en primerísimo lugar al debate de los males que nos aquejan y cómo salir definitivamente de ellos, la guerra estará perdida.

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