NO HAY FUTURO SIN EDUCACIÓN
Lizeth Tapia Vazquez
Si existen dos conceptos
íntimamente ligados, ellos son Educación y Futuro. Cuando mejor sea la calidad
de la educación, mejor será la calidad del futuro de una sociedad. En el mismo
sentido, en esta Sociedad del Conocimiento que plantea el nuevo siglo, sin
educación, un pueblo no tiene futuro.
Por eso no es casual que en los
discursos preelectorales todas las agrupaciones políticas consideran a la
educación como uno de los pilares de su programa de gobierno. Pero la realidad
educativa del país habla por sí sola a la hora de establecer el tamaño de la
brecha que existe entre lo que se dice antes y lo que se hace después, durante
el ejercicio de la función pública.
La organización ciudadana, el
respeto (en todas sus facetas), los roles sociales paradigmáticos (papá, mamá,
la maestra, amigos), y el sentido de pertenencia e identidad nacional que
existían en ese entonces, se fueron diluyendo hasta ingresar los mexicanos en
la era de la globalización, tremendamente devaluados en nuestros valores más
profundos, sin un proyecto claro y compartido de país, y tan acuciados de
problemas que el gobierno considera un logro simplemente el superar los
conflictos del día a día.
Como si viviéramos tras los
influjos de una especie de doctrina del eterno retorno, los males que nos
acucian son siempre los mismos, a punto tal que si tomamos reflexiones de los
referentes más reconocidos de nuestra historia, sus conceptos se pueden aplicar
a la perfección para estos tiempos.
“La educación es un instrumento que
prepara a las personas para resolver los problemas con los que deben
enfrentarse. La democracia política es impensable sin un pueblo educado. Sólo a
través de la educación puede desarrollarse un pueblo capaz de gobernarse a sí
mismo. La instrucción pública es la medida de la civilización. El poder, la
riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e
intelectual de los individuos que la componen y la educación no debe tener otro
fin que el aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección,
aumentando cada vez más el número de individuos que las posea”.
Si convenimos entonces en que la
Educación es la llave y la clave para la transformación
social hacia una mejor calidad de
vida, para conformar una sociedad mejor
y un país mejor, todo debería
confluir y girar en torno a la misma: la legislación vigente, las políticas de
Estado, el apoyo de la actividad privada, la consideración de los entes de
recaudación impositiva, las estrategias nacionales de actualización y formación
continua. Pero nada de eso sucede.
Frente a un escenario mundial en
continua transformación y más allá de todo voluntarismo, los docentes se han
convertido en analfabetos funcionales que por ende, mal pueden capacitar
apropiadamente a los ciudadanos de este nuevo siglo. Se impone por lo tanto un
plan estratégico para la jerarquización integral de su rol, de modo que la
profesión -desde la escuela infantil en adelante- tenga rango universitario,
para que cada educador incorpore en su área de competencias las estrategias,
recursos, técnicas, tecnologías, herramientas y herramentales imprescindibles
para poder formar adecuadamente a sus estudiantes.
Más allá de las buenas
intenciones, que generalmente quedan sólo plasmadas en el papel pero no en los
hechos cotidianos, el tema de la educación como eje de la transformación
social, política y moral aún no está instalado como prioritario en nuestra
sociedad, y sólo a partir de su consideración como tal, podremos atesorar la
esperanza de un futuro mejor para nuestro país y sus habitantes. Por ello, si
en plena Era del Saber cómo valor agregado, no incorporamos a la Educación en
primerísimo lugar al debate de los males que nos aquejan y cómo salir
definitivamente de ellos, la guerra estará perdida.
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